El derecho a decidir sobre el cuerpo y la salud de uno mismo
«Conviene tomar baños calientes, dormir sobre algo blando, embriagarse una o dos veces de cuando en cuando, entregarse al coito allí donde se presente ocasión«. Hipócrates de Cos, padre de la medicina pagana.
En defensa de una coherencia moral
En el hospital el paciente es el dueño de su destino. El personal sanitario recomienda e informa, intenta hacer el bien, pero de piel para adentro la última palabra es siempre la del paciente. Aún equivocándose y salvo excepciones, el médico no tiene poder para forzar a nadie a seguir ningún procedimiento, es decir, en el hospital impera el derecho a decidir sobre el cuerpo y la salud de uno mismo incluso para elegir no someterse a un tratamiento curativo o para pedir el alta voluntaria e irse a morir a casa.
Nada de esto se reconoce cuando hablamos de cannabis. A pesar de que el consumo es legal, la producción y distribución no lo son, lo que en la práctica se traduce en un derecho parcial y limitado a decidir sobre el cuerpo y la salud de uno mismo. De la misma forma que nadie reconocería un derecho pleno a la libertad de expresión si nos dejasen hablar y escribir lo que quisiéramos pero no abrir un periódico o un perfil de twitter, debemos ser conscientes que estamos limitados en un derecho que nos pertenece pero que se nos niega al salir del entorno hospitalario.
En un mundo de intereses y dobles varas morales, la inconsistencia moral parece ser la norma que guía la mano de la arbitrariedad a la hora de amordazar la libertad de los individuos y los grupos. Es sorprendente que en el mundo sanitario prime el ejercicio de la libertad individual, hasta el punto en el que alguien puede rechazar un tratamiento tras ser asesorado por un profesional médico que le advertirá claramente de lo que va a ocurrir, y no se permita, asimismo, consumir cannabis cuando ya hay estudios suficientes para informar profesionalmente sobre los riesgos de ese consumo.
Ni siquiera ampararse en proteger la salud pública sirve para esquivar el descaro actual que se tiene con esta droga. Podríamos argumentar que al igual que el enfermo contagioso es un peligro para la ciudadanía, la perversa exposición cannábica con presencia de usuarios consumidores a la vista de otros es un peligro para personas influenciables. Pero esto no se salva de la crítica comparativa o de darse una vuelta por la realidad reinante: si mostrar el consumo público de esta droga es el motivo para prohibir, ¿por qué es legal tomarse un cubata o fumar tabaco en la terraza de cualquier bar en verano? ¿por qué los clubes cannábicos, que son lugares cerrados a cualquier persona no consumidora, deben ser ilegales?
Actualmente, asistimos a una transición hacía un cambio de política más enfocado en la prevención y reducción de daños que en la supresión de la oferta de drogas, lo que constituye el primer avance significativo hacia una verdadera legalización. La dispensación controlada de heroína en Suiza, cuya mortalidad asociada al consumo se ha reducido sensiblemente, o el deseo de formar a dispensadores vinculados a clubes cannábicos en Cataluña para que detecten consumos de riesgo dan fe de ello.
La política de harm reduction debe incluir la difusión de información veraz que empodere al ciudadano para que éste, bajo su propia autonomía informada, pueda consumir cannabis con la adecuada prudencia exactamente igual que se hace en el ambiente hospitalario. Decía Paracelso que sólo la dosis hace veneno, y tenemos suerte, pues la marihuana es, dentro de los venenos, uno de los más suaves que conoce el hombre. Sin omitir el peligro que entraña, mostremos cuáles son sus riesgos, qué perfil de persona está más expuesto a estos y, sin vacilar, demandemos respeto para la elección de consumir. Basta de Just say no y otros eslóganes reduccionistas que inundan de intolerancia una práctica que el ser humano ha realizado durante milenios. Dejemos de satanizar sustancias y empecemos a mirar a las personas.
Libertad y buenos humos
Jose María Escorihuela Sanz. Estudiante de enfermería y activista.
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